(01)
The Bed (My Year of Rest and Relaxation)
I Am Vertical
But I would rather be horizontal.
Sylvia Plath
The world included her phone, her bed, these jewels.
Sheila Heti, Pure Colour
There’s no place like my room.
Phoebe Bridgers
Mis ojos todavía están cansados. Sigo tumbada en la cama, alejada de los peligros físicos, de la atmósfera contaminada, de la sobrecarga de información, de los compromisos, de las acciones reproducidas infinitamente que acaban por constituir la vida cotidiana, de las enfermedades, de la compulsión de elaborar una opinión sobre cualquier acontecimiento. Las amenazas se hacen cada vez más visibles y, ante ellas, la respuesta de mi cuerpo es la inmovilidad. Me hago pliegue sobre mí misma. Los objetos que me conectan con el mundo yacen sobre la moqueta, orbitando alrededor del bolso. Parecen ponerme ojitos. El afuera, delimitado por una cortina, huele a angustia. La ciudad nunca duerme. Los restos de un corazón atravesado por una flecha pueden entreverse en la ventana empañada. Todo se ralentiza. It’s cold outside.
I buried my head under the darkness of the pillow and pretended it was night.
I couldn't see the point of getting up. I had nothing to look forward to.
Sylvia Plath, The Bell Jar
Ya hace meses que se viralizó el término “bed rotting”: la permanencia devota en la cama, ignorando las responsabilidades y el imperativo de la productividad hasta que una esté lo suficientemente descansada o la atrofia muscular haga su aparición. Si la movilidad se ha relacionado con el progreso y la transformación, las redes nos incitan a mantenernos horizontales, a distanciarnos del mundo en una bonita habitación. La heroína de esta estética es la protagonista de My year of rest and relaxation (2018), novela de Ottessa Moshfegh. En ella, una veinteañera decide pasar un año entero hibernando en su apartamento de Nueva York, sirviéndose de fármacos que no hacen sino aumentar su sensación de despersonalización.
La cama es mi escenario y en ella busco protección. Camas cálidas, paredes acristaladas, interiores climatizados. Me pregunto cuánto hay de público y de privado en este espacio que se abre entre las sábanas o en el perímetro del sofá. Tras la utopía de ser una con mi cama, de deleitarme con el confort, laten los corazones de las durmientes victorianas que eran calificadas de débiles, bajo el convencimiento de que el sueño era una indulgencia femenina. En invierno, me comporto como un animal melancólico: acurrucada, busco calor.
Lo cierto es que no estoy sola. Desde aquí, veo sin ser vista, o eso creo. Acaricio la pantalla, porque sigo siendo un cuerpo entre cuerpos. Abro el navegador y accedo al mundo exterior, al mundo que existe más-allá-de-la-cama. Esta realidad a la que permito descansar a mi lado, compartiendo almohada, se me antoja más ordenada, lenta y fantástica que aquella que aguarda una vez atravesado el umbral de la habitación. Aun así, cuántas cosas me siguen doliendo de la vida online.
Bostezo y, como no podía ser de otra manera, sueño en imágenes.
If I kept going, I thought, I'd disappear completely, then reappear in some new form.
This was my hope. This was my dream.
Ottessa Moshfegh, My Year of Rest and Relaxation
Cada noche, contemplo el espacio inmenso que se abre en el fondo de la cama. Descanso y confío: marchitarme aquí, para luego florecer. Saldré de la cama y me daré un baño caliente, para sentirme más yo misma que nunca.
“Mientras más tiempo pasaba allí, en el agua clara y caliente, más pura me sentía, y cuando por fin salí y me envolví en una de las toallas del baño del hotel, grandes, suaves, blancas, me sentía pura y dulce como un bebé”.
Sylvia Plath, La campana de cristal.

(02)
Entropy (Tracey Emin)
I am rooted, but I flow.
Virginia Woolf, The Waves
Yo transito en mil pedazos.
Nuria Gómez Gabriel, Traumacore.
Crónicas de una disociación feminista
A finales de los noventa, Tracey Emin pasó cuatro días en la cama, transitando lo que ella denominó “a complete and absolute breakdown”. Este objeto cotidiano se convirtió en el escenario de su episodio depresivo, regido por la voluntad de coquetear con los abismos. Y se hizo el caos. A los pies de la cama de Emin se acumulaban, como desechos varados fruto de la violencia del mar, cartones de tabaco vacíos, botellas de vodka, maquillaje, hojas de periódico, pañuelos arrugados, un test de embarazo, un peluche de perrito, algunas bragas usadas, todos ellos testigos del aislamiento y la vulnerabilidad. La artista explica que, en un determinado momento, se levantó a buscar un vaso de agua. Entonces contempló el caos creado y comprendió que se había convertido en una obra de arte.
Lo primero que llama la atención de My bed es que funciona como signo de la ausencia del cuerpo. Las sábanas, con restos de sangre menstrual, me recuerdan a los pliegues de las prendas barrocas esculpidas por los grandes maestros. Un pliegue también origina una textura. Una textura hecha a base de turbulencias, como la espuma de las olas, inseparable de la oscuridad, el secreto y la herida. Cuando una mira la obra de Emin, sabe que esta colección de restos de un naufragio emocional cuenta una historia.
Emin recreó la cama para que pudiera ser expuesta. Es un autorretrato, una confesión, pero sus sábanas también pueden pensarse a modo de un lienzo que dialoga con la omnipresencia de las camas en la historia del arte. Estas han sido, desde el Renacimiento, escaparates que mostraban desnudos femeninos, o bien lugares predilectos para la representación de escenas eróticas, siempre cómplices de la male gaze. Sobre el lecho de Emin reposan horizontalmente lo grotesco y lo visceral, escenificando el truncamiento de las expectativas tradicionalmente depositadas en el género femenino.
La mayor liberación para una mujer victoriana constituía en estirar su cuerpo soñador dentro del catre, desencorsetada, liberada de los códigos del decoro impuestos por la moral del momento. En la época de Emin, la estética messy y confesional de la obra fue lo que resultó transgresor.
Coqueteo con la idea de pensar la vida como una especie de sucesión de camas, de habitaciones propias y ajenas, a veces abarrotadas de objetos que quieren decir algo sobre mí, a veces minimalistas, testimonios de que el yo está en otra parte. Siempre en horizontal, contemplo cómo los objetos se apilan a mi alrededor, fragmentos de mi historia personal: fotos, dibujos, vasos, postales a medio escribir…
(03)
The Desk (Creative Shelter)
Aquí es relativo. Aquí es donde estoy conectada y donde la escritura emerge. Aquí es un cuarto propio conectado, pero un cuarto propio que no es siempre el mismo, aunque siempre sea un espacio de intimidad y concentración.
Remedios Zafra, Un cuarto propio conectado.
Estar en la cama no constituye únicamente una forma de escapismo. Ligada a la enfermedad, al erotismo y la muerte, la cama también se ha convertido en un espacio creativo. Paladeo el café antes de tragarlo, tumbada junto al portátil e intentando recordar que siempre creo desde mi cuerpo. En el interior de la habitación número 44 me siento menos asfixiada por la vida cotidiana.
Un hotel también puede ser un cuarto propio, por decirlo con Virginia Woolf: un espacio personal y, al mismo tiempo, colectivo, desde el que pensar, escribir y hacer. Inevitablemente, me pongo a fantasear con el Barbizon, un hotel exclusivo para mujeres que abrió en 1927 en Manhattan, algunos años después de que se aprobara el sufragio femenino. Las chicas jóvenes de clases medias y altas que buscaban un futuro en el mercado laboral, romances o aventuras, proyectaron sus fantasías en este tipo de estancias, que posibilitaban el abandono del domicilio familiar y una cierta seguridad con respecto a un contexto social no exento de desigualdades. La libertad o, al menos, el paréntesis escapista que entrañaba el Barbizon, era alimentado por el lujo, la sofisticación y las comodidades que ofrecía. Una generación de mujeres acudió procedente de todos los rincones del país, sedienta de cuartos propios en los que desarrollar sus talentos, que iban desde la actuación hasta la escritura, pasando por la mecanografía, el modelaje, la música y la pintura.
Las habitaciones del Barbizon, dotadas de camas individuales y escritorios, ofrecieron independencia e inspiración a mujeres que después habrían de desarrollar brillantes carreras literarias, como Sylvia Plath y Joan Didion. La energía que desprendían los ladrillos color salmón del Barbizon procedía, sin embargo, de las salas comunes, enormes y muy ornamentadas. Además, tal como relata Plath en las cartas a su madre, se instaba a las huéspedes a vestir de manera elegante y femenina, contribuyendo a la creación de esa atmósfera que haría del Hotel un mito durante décadas. Imagino a la poeta cazada en el acto de escribir, sentada en el escritorio de mi cuarto propio provisional, de espaldas a mí, con ese aura de misterio sofisticado, combinando en su outfit los que, sin duda, fueron sus colores: el rojo, el blanco y el negro.
Todos los hoteles me hacen pensar en la artista Sophie Calle. Este no es una excepción, porque el número de la habitación coincide con uno de los cuartos que aparece en su proyecto L’Hôtel (1981-1983). Calle trabajó durante varias semanas como camarera de un hotel veneciano y aprovechó la ocasión para fotografiar los objetos personales de los allí alojados, así como para consignar el estado de las habitaciones y especular sobre las identidades de sus propietarios temporales, emborronando ficción y realidad. ¿Qué pensaría la artista de las pertenencias que me acompañan? ¿Estaría igualmente fascinada y las haría públicas a través de sus fotografías? ¿Son algo más que aproximaciones sutiles a un yo que nunca sé muy bien cómo capturar?
“Una habitación de hotel, cuando lo has recogido todo, y detrás de ti sólo queda el desorden, tu desorden, es una huella bellísima”.
Alessandro Baricco, Esta historia.
Está atardeciendo. Unos rayos ambarinos juguetean sobre las tapas de uno de mis libros. Lo tomo y elijo una frase al azar para comenzar a escribir. Quiero narrar las huellas de estas huéspedes imaginarias, escuchar distraídamente cómo se cruzan sus historias en la sala común del hotel. Que sus voces me arrullen y me den calor.

(04)
Prison (Climbing Up the Walls)
Celda proviene del latín cella y, en su momento, significaba tanto “habitación pequeña” como “santuario” y “despensa”. La habitación funciona como santuario de la intimidad personal, perímetro que nos aísla y protege.
Leo un libro sobre la santa italiana Clara de Asís. Ella no quiso recluirse, más bien sintió una llamada que la condujo a pasar su vida entre los muros del convento de San Damián, rechazando los roles de madre y esposa. Aquejada de una misteriosa enfermedad que debilitó sus piernas, pasó más de veinte años en la cama. En el medievo, las representaciones visuales de las camas son inseparables de la religión católica. Al mismo tiempo, los conventos devinieron un mundo idóneamente femenino, contradictorio, espacio tanto de libertad mental como de mortificaciones. ¿Sería posible predicar algo similar de las habitaciones contemporáneas? ¿Qué hay de las adolescentes retratadas en las películas de Sofia Coppola, aquellas que languidecen en sus habitaciones, templos por excelencia de la feminidad, sometidas, como la propia Clara de Asís, al imperativo de la pureza, a la vigilancia de sus cuerpos, siempre a salvo de los peligros, bajo el asfixiante control familiar?
Y, con todo, las hermanas Lisbon, protagonistas de The Virgin Suicides (1999) soñaban en su habitación-celda: charlaban, escribían sus diarios, escuchaban vinilos, bailaban, leían revistas, fantaseaban con experiencias fuera de aquellas cuatro paredes, usaban la creatividad para decorar sentimentalmente el escenario de su reclusión, en una tentativa de ser aquellas que anhelaban ser. Este cuarto propio, al igual que la instalación de Tracey Emin, o las celdas ideadas por Louise Bourgeois, se revela como espacio de crisis, pero también de ternura y ensoñación, cargado, por tanto, de ambigüedad.
En la celda, mi cuerpo se pliega, se dobla, se desdobla. Se vuelve a doblar. Creo envolturas, dentro y fuera de las sábanas. Dentro y fuera de las prendas.
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